Sentimientos de estrés, depresión y ansiedad se han potenciado entre los soñadores en Berkeley, durante la campaña electoral. “Los círculos de sanación” se han convertido en una de las terapias más efectivas para enfrentar los miedos.
BERKELEY, California.- Es miércoles en la noche y en un hogar de Berkeley donde viven solo estudiantes indocumentados, sabiamente bautizado Casa Sin Fronteras, una reunión inusual tiene lugar.
Al principio era un encuentro semanal para hablar sobre tareas y reglas mínimas de convivencia, pero desde que Oscar Álvarez, comenzó a ir a terapia psicológica, agobiado por la depresión, se dio cuenta que había mucho más detrás de esos silencios y miradas dispersas de sus compañeros de casa.
“¿Estás deprimido? Yo también. ¿Quieres salir corriendo e irte a casa? Yo también. ¿Te sientes solo? Yo también. Pero de esto podemos hablar”. Así fue como Oscar, un joven de 21 años, tez morena, y una bondad tremenda, comenzó a incorporar esta suerte de terapia grupal en casa.
Nacido en Puebla, México, llegó a sus 2 años a California con su madre, un hermano menor y una mayor. Hoy tiene nulos recuerdos de su tierra natal y su identidad como indocumentado nunca lo afectó hasta que comenzó a averiguar sobre el proceso para aplicar a la universidad. “Me dijeron, ¿no tienes seguro social? Entonces no puedes aplicar a ayuda financiera, préstamos o becas. Ahí me empezó a pegar fuerte”.
Pero ha sido en este año, el cuarto de su carrera en Política Educativa en la escuela de Letras y Ciencias de Berkeley, cuando la cascada de altibajos emocionales se hizo más intensa, con el eco incesante de las propuestas del candidato republicano Donald Trump. “La idea loca del muro”, sí, afirma. Pero sobre todo la amenaza de deportación de 11 millones de inmigrantes indocumentados. Inmigrantes como él, quien en algún momento se sintió como “un traicionero” por perseguir el sueño de estudiar, a costa de dejar a su familia sola en Los Ángeles.
“El comienzo de este semestre fue especialmente agotador”, reconoce Oscar sentado en su cama en una de las tres habitaciones de esta vieja casa de madera, donde cuelgan banderas de México en varias esquinas y hay colores latinos por doquier. Donde se habla mucho spanglish entre los 10 amigos que hoy viven en familia y conversan sus emociones cada miércoles. “En el campus ha habido mucho acoso emocional y virtual por las tensiones políticas. Eso tiene a muchos chicos cansados mental y emocionalmente”.
A Oscar lo entrevisté por primera vez hace un año cuando me contó del proyecto de la casa que aún no tenía nombre. A través de él conocí a sus compañeros de hogar y a una decena de estudiantes en Berkeley, recién llegados y en sus últimos años de escuela, quienes me compartieron sus historias en principio con mucha apertura.
Berkeley tiene un programa diseñado para estudiantes indocumentados ( Undocumented Students Program, USP), que son un poco más de 400 de los 36 mil que hay en este campus, y que se encuentran bajo la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por su sigla en inglés), vigente desde el 15 de agosto de 2015. El beneficio ampara las deportaciones de unos 1.2 millones de jóvenes indocumentados que entraron a Estados Unidos siendo niños (antes de los 16 años), carecen de antecedentes criminales y tienen menos de 31 años al 15 de junio de 2007. También les concede un permiso de trabajo renovable cada dos años.
Aunque el USP también existe en los otros nueve campus del sistema universitario de California (UC), aquí es pionero en los servicios de salud mental que ofrece, a través de una psicóloga latina, Diana Peña.
Los últimos meses fueron especialmente “tóxicos” en el campus, razón por la que algunos chicos pidieron expresamente no aparecer en el artículo. Contaron sin embargo, que la forma como la gente los trata “ha cambiado” y que hay una “atmósfera negativa” y “xenófoba” por cuenta de la elección presidencial.
Un muro de cartón
“Por primera vez me dio miedo hablar, me dio miedo decir que era indocumentado, por tres días no salí de mi cuarto”. Juan Prieto, coordinador de redes sociales en el USP y estudiante de Inglés y Literatura, recuerda así los días que siguieron a un curioso y casi cruel experimento que viene realizando el activista ultra conservador James O’Keefe, quien filma videos encubiertos a través de su proyecto Veritas Action Fund.
En Berkeley, al igual que en otros campus, O’Keefe instaló un muro con ladrillos de cartón al lado de una figura del candidato republicano, a comienzos de septiembre. El provocador acto causó que varios estudiantes lo patearan o tumbaran a su paso en bicicletas, y que se armara una cadena humana a la que pronto se unieron decenas de estudiantes que gritaban “indocumentados y sin miedo”.
“En los 45 minutos que se quedaron allí nos gritaron toda clase de cosas: ilegales, rateros, que no pertenecíamos aquí”; dice Juan desde el Café Milano, un lugar de encuentro de estudiantes en cuyas paredes cuelgan fotografías testigo de distintas luchas por los derechos civiles, en los alrededores de una de las universidades más progresistas del país.
Luego el acoso se trasladó a espacios virtuales donde muchos de los estudiantes más vocales comenzaron a recibir amenazas y comentarios soeces en sus perfiles. “Gracias por decirme que eres ilegal, te voy a encontrar”. Las casillas de correo del PSU comenzaron a recibir e-mails amenazantes, exigiendo la lista de nombres de los estudiantes sin papeles para reportarlos ante la Oficina de Inmigración y Aduanas (ICE en inglés).
“Hoy todavía me cuesta ir a clases o participar. Todo me parece irrelevante porque hay algo más grande ocurriendo en mi vida. Es una carga que no se va a ir con la elección, porque gane quien gane no tenemos garantías. Obama también hizo muchas promesas pero deportó 3 millones de personas”. Juan es un visible activista por los derechos de los inmigrantes. Encabeza demandas y protestas de los indocumentados por mejores espacios y por el fin del acoso. Buena parte de su trabajo en el Transfer Student Center (otro de sus trabajos) es reclutar estudiantes de color en los colegios comunitarios para que tengan acceso a educación de calidad.
Y sin embargo el impacto de los últimos meses lo tomó tan desprevenido que no terminó ensayos pendientes y en cambio llamó asustado a sus padres, quienes viven en el Centro, California, cerca de Calexico en la frontera. Allí en ese lugar pasó muchos años de su vida, añorando volver a su natal Mexicali, de donde salió a los 8 años de edad diciendo adiós a sus abuelos. A pesar de tenerlos a 10 minutos por muchos años, nunca más los volvió a ver.
Círculos de sanación
Hoy esos recuerdos vuelven en los círculos de sanación que la psicóloga Peña facilitó en el último mes tras las microagresiones en el campus. Cerca de 20 estudiantes han asistido a estos encuentros en los que se discute qué es la discriminación y cómo afrontarla. En los que se habla sobre aquello que inquieta para que el dolor no se quede guardado. Es un espacio espiritual donde se montan altares con velas y se reparten hojas de lavanda. Hay una intención expresa de reconectarlos a todos con casa.
“El costo emocional de combatir el racismo, la discriminación y la xenofobia, aún en una comunidad tan diversa como Berkeley, es muy alto”, me dice la psicóloga Diana Peña quien se define como una queerchicana de padres inmigrantes, quien fue la primera de su familia en ir a la escuela y graduarse de psicóloga. Su dulce voz y figura menuda ha estado presente en las vidas de decenas de estudiantes que desde hace año y medio la vieron llegar a este campus para servirles de guía en el ajuste cultural y emocional que atraviesan.
Diana es la única psicóloga afiliada a la USP, que dicho sea de paso funciona con fondos privados independientes de la Universidad. La UC aprobó el año pasado expandir los servicios de salud mental en todo el sistema, lo que significa un aumento del presupuesto actual de $40 millones hasta $58 millones para el 2018-19, y la contratación de 85 profesionales de salud mental que se unirían a la planta al inicio de este año académico, es decir septiembre. Sin embargo ese número es para todo California y no especifíca cuántos de esos doctores trabajarán con población indocumentada.
“ No podemos negar el impacto que tiene en diferentes comunidades de inmigrantes el discurso político nacional. Es claro que parte de la ansiedad en que viven, tiene que ver con quién pueda ser el próximo presidente, y mientras más nos acercamos a las elecciones, más forma tiene ese miedo”.
Diana ha tratado en su consultorio mucho de lo que la literatura sobre inmigrantes y trauma le enseñó. "Tengo pacientes que sufren de estrés postraumático bien sea por la experiencia de migración, el exilio mismo, o el trauma generado por las circunstancias socioeconómicas en que crecieron, pues muchos vienen de comunidades marginadas".
“Algo muy evidente es que se sienten muy responsables por sus familias, tienen un sentido de obligación para contribuir con las cuentas del hogar y a eso se suma el estrés por los asuntos legales y las barreras del lenguaje”.
Esta terapeuta es bilingüe y en muchas de sus sesiones, el spanglish es la regla. Dice que la mitad de los estudiantes que la ve, cambia con frecuencia a su lengua nativa, lo que también científicamente se ha probado que permite llegar a los centros emocionales de su cerebro más fácilmente. “La gente se siente más confortable al expresar sus emociones en su idioma”.
Y sin embargo el dolor más intenso de combatir, es haber enfrentado la deportación de un ser querido y además vivir con esa sensación de inseguridad de que les puede pasar a ellos. “El impacto es muy profundo. La familia se rompe y quedan en un estado de hipervigilancia y ansiedad. No comen, no duermen y sus emociones intervienen con su desarrollo académico. Es casi como un duelo por la muerte de alguien porque no saben si lo van a volver a ver”.
Lo que ha descubierto Diana en su modelo de intervención, -que en un par de ocasiones ha requerido referirlos a servicios de psiquiatría por intentos de suicidio o abuso de drogas-, es que hacer énfasis en el carácter, el coraje y la resiliencia que han tenido para llegar hasta acá “puede ser útil para reconocer fortalezas, pero a veces puede ser contraproducente si el mensaje que damos es que son invencibles y no tienen espacio para ser vulnerables”.
“Ellos están entre los estudiantes más dedicados que tenemos y eso hay que celebrarlo. Pero también hay que enseñarles a ser auto-compasivos para que tengan más libertad y trabajen en los cambios que necesitan sin tanta autocrítica”.
“Tú no más ora, no necesitas un doctor”
Auto-compasión es una palabra que Laura Isais, de 23 años, aprendió gracias a la terapia. “Hay un montón de cosas que te traes de México”, dice esta chica nacida en Morelia, Michoacán, “un pueblo muy chiquito y caliente”, que dejó cuando tenía 8 años. Allí su familia vivía de las ganancias de una tienda de comestibles, pero las penurias económicas obligaron a sus padres a cruzar la frontera en búsqueda de un mejor futuro.
“Desde chica tuve esa mentalidad: sentirme menos por no haber nacido aquí y no hablar el idioma. Me sentía inferior a otra gente y sin oportunidades; todo eso crea mucho estrés y tristeza”, cuenta esta mujer de expresivos ojos negros, quien está terminando su licenciatura en inglés para ingresar a la Escuela de Leyes.
Unos meses atrás me contaba cómo sufría ataques de pánico por el fuerte impacto que tuvo el 2014 en su vida: su padre fue diagnosticado con un desorden del corazón y al no poder recibir un trasplante en California, se regresó a México. En el intermedio se divorció de su madre, quien hoy vive en Fontana, en el condado de San Bernardino, y cuida niños en el sistema del cuidado de crianza.
Ha tenido que trabajar varios turnos para pagarse sus gastos y ayudar a su madre y a su hermana gemela Zulema, quien pronto vivirá con ella, pero poco a poco ha encontrado un balance. No solo ha hecho un fuerte trabajo en su autoestima sino que encontró unas prácticas que le llenan el corazón: trabaja en una firma de abogados que se dedica a casos de inmigración .
“Mis padres solo aspiraban a que yo pudiera entrar a una escuela técnica pero ahora hasta que no tenga mi PHD nadie me para”, cuenta optimista después de meses de terapia continua a la que llegó en un profundo estado depresivo y ante la reticencia de amigos y conocidos que le decían que no fuera porque no estaba loca.
Laura también vivió hasta hace tres meses en la Casa sin Fronteras donde conoció a Oscar y compartió todo el proceso evolutivo de los círculos de sanación. Recuerda cómo abrirlos fue todo un dilema porque “el tema de salud mental es tabú en nuestra comunidad latina. Siempre te están diciendo que tienes que estar de un tornillo safado para recurrir a esos servicios. Tengo muchos amigos a quienes sus papás les dicen: no te apoyo en que vayas a esos lugares. Tú no más ora, ponte a rezar, vete a hacer ejercicio, distráete, no necesitas un doctor”.
Cuando Oscar y Laura reconocieron que lo necesitaban, abrieron un universo para otros que gracias al voz a voz se atrevieron a sentarse en el consultorio de Diana . Para quienes ese paso todavía genera escozor, el espacio de la casa fue el diván recurrente en el que hablar de racismo era el plato del día.
“A casi todos nos ha pasado que en clases donde se discute la cultura chicana o la política migratoria,siempre hay alguien comentando que nos deberíamos regresar a México, o que les estamos quitando los trabajos y afectando la economía”, dice Laura. “Es innegable que la gente se hizo más racista en esta campaña, me da hasta miedo pensar que alguien que yo conozca me odie tanto por no tener papeles”, cuenta Laura mientras camina por los espacios verdes del campus en una tarde de otoño.
Laura reconoce que todavía tiene problemas para asumir su identidad como latina en Berkeley. “ A veces me siento incapaz, impotente y me falta confianza para poder decir cuál es la verdad detrás de ser indocumentado. El problema no es si te preguntan si lo eres o no, sino cómo navegar el sistema al que no perteneces y que no fue creado para tí”.
Fe en la humanidad
La promesa de una renta barata y un hogar de pares que entienden la complejidad de ese trayecto fronterizo, en el que la mitad de la vida se queda en ese lugar al que no se puede volver, es muy atractiva. Por eso cada vez que hay un cupo libre en esta casa, como cuando se fue Laura, los chicos reciben al menos una decena de aplicaciones con ensayos sobre lo que significa ser indocumentado. Oscar los lee y los somete a votación, pero reconoce que este proceso siempre lo pone en apuros.
“Es difícil decirle no a alguien en algo tan fundamental como es tener un hogar. Que exista esta casa me salvó física y emocionalmente”, asegura Oscar y dice que sueña con que haya otras casas sin fronteras donde más estudiantes indocumentados puedan vivir.
Kimberly (a secas), 19 años, ocupó el lugar de Laura. También es de Mexicali, como Juan y junto a él hace parte del grupo RISE (Rising Immigrant Scholars through Education) que busca empoderar a la comunidad indocumentada.
Es una de las más nuevas en la casa y sin embargo ha logrado abrirse con los demás precisamente por hechos como el sucedido con el simbólico muro de Donald Trump. “Siento mucha rabia por la discriminación y en casa hablamos mucho de ello, pero no queremos que nadie nos vea como débiles”, cuenta desde el cuarto que comparte con dos chicas más y cuyo espacio decoró con fotos de su familia y una enorme K en alusión a su nombre.
“A veces tengo miedo hasta de ir a protestar o abogar por algo en lo que genuinamente creo porque no quiero volver a casa y ver que mis redes sociales están inundadas de insultos. Es muy estresante”, agrega sobre la situación que por lo menos en casa todos discuten abiertamente.
Kimberly ha pensado que la terapia individual le haría bien, pero no quiere hacer un “gran lío” de todo esto.
En cambio, ocupa su mente en sus estudios de economía y negocios en la escuela de negocios Haas, que arrancó este semestre después de haber sido aceptada en otras escuelas como Harvard y UCLA. “Me quería quedar cerca de mis padres que viven en Pomona, si algo me llegara a pasar, ellos no podrían ir hasta Massachusetts”.
Esta joven que hoy vuelve al inglés con frecuencia en sus conversaciones, tardaba seis horas en hacer sus tareas del kínder cuando llegó a los 6 años a South Gate, California, con una visa de turista que le gestionó su madre. Reconoce que aprender el idioma le costó más de cuatro años y que era fuente permanente de frustración y hasta de acoso por otros que la veían diferente. “Todavía quiero ver más diversidad; no ser la única mexicana en las clases y sobre todo que hablemos de frente sobre lo que significa el privilegio de los blancos. Las diferencias socio-económicas, raciales y religiosas. Para que yo pueda estar aquí me ha tocado trabajar 10 veces más duro y aún así me siento rechazada”.
A Kimberly a veces le perturba la información que tiene el gobierno sobre ella y sus padres a través del DACA, porque “si algún día nos quieren sacar será muy fácil. Tengo amigos cuyos padres han sido deportados y esa amenaza siempre está ahí. Asusta un día despertarse y no estar más aquí”.
Por eso lo que más quisiera en esta elección es poder votar. “Lo que asusta no es ese hombre aspirando a la presidencia sino toda la gente que lo sigue. Aún así, yo tengo fe en la humanidad”, concluye.
* Este artículo fue producido como parte de un proyecto de la Beca Nacional del USC Center for Health Journalism.