Una peligrosa falta de regulación
This story was produced as a project for the USC Annenberg Center for Health Journalism’s 2021 National Fellowship.
“Yo sabía que [la caída del pelo] había sido por las medicinas, pero no cuál’’, recuerda Blue Fronteraz.
Blue Fronteraz, de 36 años, sale del centro comercial La Plaza, en McAllen, Texas. En la mano carga con orgullo sus compras: una bolsa blanca de Michael Kors de 214 dólares para ella y un reloj rosa de la misma marca por el que pagó 193 dólares, para su hija Giselle, de 15 años.
“¿Quién necesita un marido?”, dice con sorna la migrante mexicana en su primer día de libertad en más de un mes.
Visibles en los antebrazos están las puntadas de las agujas. Hace menos de 24 horas salió de una clínica de Austin donde estuvo internada 36 días probando los efectos de un medicamento contra el VIH. Al salir le pagaron 13,000 dólares, la mayor compensación desde que en 2016 se resolvió a dejar su trabajo en los clubes nocturnos para inscribirse en su primer ensayo clínico: una inyección en la pierna que “dolió bien feo”.
Lo primero que hizo al salir fue literalmente saborear su libertad comiéndose media docena de alitas de pollo en Pluckers. Durante los 36 días que estuvo internada, los investigadores decidían por ella cuándo levantarse y qué comer, como es típico de los ensayos. “Cuando me servían la comida, que siempre era la misma y poca, yo estaba metida en Facebook mirando alitas de pollo”, relata.
Los ensayos clínicos han sido una tabla de salvamento para Blue, una cantante de narco-rap que también gana dinero dedicando canciones a los líderes del Cártel del Golfo, en la vecina Reynosa. De su paso por las clínicas de Texas tiene demasiadas historias, como la vez que tomó tres grillos de mascotas para matar el aburrimiento o el olor ácido de los pies de sus compañeros de cuarto.
Otras anécdotas son menos graciosas, como cuando asegura que tomó tres drogas experimentales casi juntas en tres clínicas diferentes con la esperanza de maximizar sus ingresos.
Peinándose delante de un espejo en su departamento vio sus mechones negros escurrirse al suelo como agua. Se pasó los dedos por la cabeza y encontró un terreno desnudo.
“Me quedé en shock”, recuerda. “Ni los poros se me veían. Era como si tuviera cáncer”.
El día anterior había regresado de estar internada en una clínica de Austin. Allí dice que tomó un medicamento experimental. Pero la clínica, asegura, no tenía manera de saber que solo días antes ella había estado en otros dos centros en Dallas y San Antonio, donde también había ingerido fármacos bajo investigación.
Por querer ganar más dinero no estaba pensando en mi salud
Blue Fronteraz, participante en serie de ensayos clínicos
“Yo sabía que [la caída del pelo] había sido por las medicinas, pero no cuál. No sabía a qué clínica llamar”, recuerda. “Me asusté mucho y dije: ‘hasta aquí’. Por querer ganar más dinero no estaba pensando en mi salud”. Blue dice que, desde entonces, no ha vuelto a inscribirse en más de un ensayo a la vez.
Como regla general, los participantes deben pasar al menos 30 días de desintoxicación entre un ensayo y el próximo para proteger su salud y la integridad de los datos del estudio. Pero algunos dicen violar ese protocolo o inscribirse en dos o más ensayos a la vez, cuando se pueden hacer de manera remota.
A pesar de más de una década de insistencia de la comunidad académica, el Gobierno no ha construido una base de datos nacional o registro (registry) de uso obligatorio que exija a las clínicas rastrear el historial de cada participante para saber dónde estuvo, qué medicinas ingirió y cuándo. Las clínicas que no usan ningún registry están abocadas a confiar en la honestidad de los participantes, pero Blue dice que es fácil mentirles y que algunos de sus compañeros en Texas ganan hasta 80,000 dólares al año “saltando de estudio en estudio”.
Este vacío regulatorio ha dado lugar a la comercialización de bases de datos con ánimo de lucro que guardan información de los voluntarios. Esas bases de datos hacen parte del trabajo, pero siguen dejando espacio a violaciones porque solo llevan registro de los voluntarios de las clínicas participantes.
Noticias Telemundo envió preguntas a 50 de las clínicas de Fase 1 más activas de costa a costa para conocer qué mecanismos tienen para esquivar los sujetos “profesionales” que engañan al sistema. La solicitud de prensa fue recibida con un hermetismo generalizado, incluyendo negativas a responder por parte de compañías como AbbVie, una de las farmacéuticas más grandes con sede en Estados Unidos, que tiene una unidad de investigación en Grayslake, Illinois.
Apenas un 50% de las clínicas accedió a responder las preguntas. La mayoría de ellas dijo que usa los registries comerciales solo si el patrocinador del estudio lo exige, o que usa bases de datos propias y más limitadas. Las demás clínicas confían en la palabra de los participantes y los exámenes físicos.
“Hay muchas violaciones que ocurren en estos ensayos, pero no necesariamente hay una motivación para tener más regulaciones”, afirmó la profesora Jill Fisher. “Existe la sensación de que no queremos retrasarlos limitando el reclutamiento, lo que dificultaría la participación y ralentizaría el desarrollo de medicamentos".
Según el profesor Roberto Abadie, “tener un registry limitaría la competitividad de las farmacéuticas estadounidenses en esta industria que es global”. Países como Francia y Reino Unido, defiende, sí han adoptado un sistema obligatorio para evitar violaciones. “Si Estados Unidos lo adopta, las personas solo podrán hacer un estudio al mes”.
Blue Fronteraz es cantante de narco-rap, pero su mayor fuente de ingresos son los ensayos clínicos.
Datos que nadie recoge
“Si una empresa no está dispuesta a usar estos servicios [bases de datos] que tienen la habilidad de proteger a los pacientes y la integridad de los ensayos clínicos, esos son los sitios donde no querrías participar en un estudio”, advierte Lori Wright, de 57 años, la directora ejecutiva de Evolution Research Group, una corporación que opera 20 clínicas en el país, incluido el centro de investigación Clinical Pharmacology of Miami, la clínica que más ensayos realiza en esa ciudad en Florida.
Kerri Weingard, una enfermera y empresaria de Nueva York que en 2011 cofundó VCT, la base de datos comercial más usada en la industria, dice que a inicios de 2000 tuvo una charla infructuosa con una representante de la FDA, a quien trató de venderle la propuesta de patentar ese registry. La representante le respondió: “Es una gran idea, pero no está en nuestro radar ahora mismo”.
La FDA escribió a Noticias Telemundo en un correo electrónico que la agencia está “preocupada por las personas que participan en más de un ensayo clínico a la vez”, pero que no tiene “autoridad” para crear una base de datos nacional que erradique el problema.
La agencia y quienes trabajan para la industria farmacéutica mantienen la posición de que, como no existen datos sobre cuán frecuentes son estas violaciones, no hay suficiente evidencia para tomar acción. Pero nadie parece estar recogiendo estos datos.
Roberto Lamelo, un cubano de 52 años que reside en Miami, se ganó la vida durante media década participando en ensayos clínicos en todo el país.
La ausencia de una base de datos nacional y obligatoria también imposibilita que se pueda documentar el historial de participación de cada persona. Si un participante presenta problemas de salud en el futuro, es casi imposible determinar si está relacionado con las medicinas que ingirió en el pasado.
Roberto Lamelo, el participante de Miami que describió haber sufrido diarreas crónicas, cuenta que la última vez que participó en un estudio fue en 2018, pero que continúa arrastrando ese malestar hasta la actualidad y no está seguro de que los múltiples ensayos que hizo sean la explicación.
“No voy a culpar a nadie’’, dice, “porque no lo sé ni tengo manera de averiguarlo”.